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jueves, 11 de abril de 2013

Incierta gloria

Plenas pertenece administrativamente a la comarca de Belchite, pero al encontrarse en el extremo sur, sus límites se difuminan y mantiene una cordial relación con sus pueblos vecinos.
Estos territorios se denominaban en la Guerra Civil, el sector Sur del Ebro. Estuvo en poder republicano durante diecinueve meses, desde agosto de 1936 hasta primeros de marzo de 1938. A lo largo de este periodo hay tres grandes momentos de acción:
– Los primeros días dela guerra, con la toma de la zona por las Columnas anarquistas.
– La ofensiva sobre Zaragoza y la toma de Belchite.
– La batalla de Aragón, cuando las tropas nacionales conquistan todo el territorio.
Muchos fueron los hombres que lucharon sobre este terreno y muchos los que murieron. Algunos dejaron constancia de sus recuerdos de la guerra.
De entre los libros más interesantes, que hay muchos, quiero destacar dos escritos desde cada uno de los bandos y con una mirada crítica:


NO SE FUSILA EN DOMINGO,
de Pablo Uriel
Editorial Pre-textos 2005
ISBN 84-8191-703-6
INCIERTA GLORIA
De Joan Sales
Traducción de Carlos Pujol
Editorial Planeta.S.A. 2005
ISBN 84-08-05562-3

Incierta gloria de Joan Sales i Vallès(1912-1983):
Dicen los entendidos que quizá se trate de la mayor novela española de la Guerra Civil y que posee la amplitud de visión de la narración clásica y el oblicuo refinamiento de la narrativa europea posterior a Conrad y James. Como otras novelas del siglo XX, Incierta gloria consiste en una gran pregunta. Interroga dos conflictos a la vez, la revolución de la retaguardia y el choque convencional del frente. (...)Una mujer y tres hombres enamorados de ella. Y todos, como el país entero, envueltos en el torbellino de la guerra civil. Hay un momento de la vida en que parece que despertamos de un sueño: hemos dejado de ser jóvenes. ¿Pero qué era, ser jóvenes? Una tempestad tenebrosa atravesada por relámpagos de gloria –de incierta gloria–, en un día de abril. Un afán oscuro nos mueve durante aquellos años atormentados y difíciles; buscamos, conscientemente o no, una gloria que no sabríamos definir. La buscamos en muchas cosas, pero sobre todo en el amor –y en la guerra si ésta se nos cruza en el camino–.
De este último libro transcribimos unos párrafos en lo que habla de nuestro pueblo, que es denominado aquí LOMILLAS. Se basa en las cartas que escribió a Marius Torres:

Santa Espina es Santa Cruz de Nogueras
Villar es Villar de los Navarros
Castelforte es Monforte
Lomillas es Plenas
Malluelo es Moyuela

TERCERA PARTE
Capítulo IX
Pág. 474

(…) Me quedé a dormir en Santa Espina.
Al día siguiente, poco antes de las primeras luces del alba, me despertó un estrépito infernal. Era el 9 de marzo de 1938.
La artillería enemiga había abierto un fuego general sobre todo el “frente muerto” ocupado por nuestra brigada y las brigadas que había a muestro norte y a nuestro sur. Al menos eso es lo que me pareció comprender a simple vista desde uno de los observatorios; Picó, que apenas había dormido aquella noche, pasada en preparativos y en telefonazos a la comandancia del batallón, había hecho cargar las ametralladoras sobre los mulos y había ido a ocupar las posiciones de la cresta de la montaña junto con toda la compañía. A mí me había encargado que durmiera y que al amanecer bajara a Villar para reunirme con mi teniente; pero en vez de emprender el camino de Villar, yo había tomado el de las posiciones.
Me lo encontré en una de las alturas que llamábamos observatorios; desde allí veíamos una hilera de explosiones a lo largo de la línea sinuosa que formaban las avanzadas republicanas, hasta muy lejos hacia el norte y hacia el sur; era hacia el sur donde el bombardeo de artillería se hacía más denso, doblado por el de las escuadrillas de aviones que pasaban y repasaban cada vez más numerosas a medida que avanzaba el día.
—Eso cae sobre la brigada de los pies planos- me dijo con una voz rara; no llevaba la dentadura.
Una hora después llegó el comandante y se puso a observar con sus grandes prismáticos aquel bombardeo masivo de que era objeto la brigada de los pies planos; el médico y varios sargentos y soldados de la plana mayor le seguían. De momento no había caído ni una granada en las trincheras de nuestro batallón, como si las hubieran olvidado; veíamos aquella línea sinuosa de humo y polvareda y oíamos retumbar como si aquello no nos afectase.
Nuestros soldados llamaban “la loca” a una artillería ultrarrápida, nueva en aquella época, de la que el enemigo empezaba a estar provisto; de no mucho calibre, pero de una cadencia casi comparable a la de las ametralladoras. Huelga decir que después de haber arrasado las estacadas y parapetos de la brigada de los pies planos, “la loca” y los aviones se dispusieron a arrasar los nuestros. Bombas y granadas caían como granizo sobre las trincheras; en diversos lugares éstas se desmoronaban, y los soldados supervivientes huían cubiertos de tierra. Los aviones volaban muy bajo –no teníamos, antiaéreos de ninguna clase– descargando sobre nosotros rosarios de pequeñas bombas, mientras las granadas rompedoras de la artillería pesada hacían saltar por los aires sacos de tierra y estacas. Antes del mediodía el trabajo había terminado.
Las fortificaciones habían sido totalmente destruidas, los parapetos pulverizados, los nidos de ametralladoras volados por las rompedoras y las bombas. Los nuestros resistían aún sobre el terreno, protegiéndose detrás de lo que podían: troncos de árboles, rocas, sacos de tierra desparramados. Creían que cuando cesara aquella infernal preparación artillera y la infantería enemiga hiciera por fin su aparición, podrían rechazarla fácilmente con las bombas de mano. ¡La habían rechazado tantas veces en el pasado sin otros elementos!
Ahora los fuegos de “la loca” y las escuadrillas de bombarderos se desplazaban hacia nuestro norte; bombas y granadas dejaban de caer sobre nosotros de un modo casi súbito. Era aquel silencio que precede a la aparición de la infantería enemiga al asalto; había que aprovechar aquella pausa para recoger a los heridos. En esto estábamos el médico, los camilleros y yo cuando apareció el enemigo.
Pero venía precedido de tanques. Una masa de tanquetas de montaña protegía el avance de la infantería; en aquella época nosotros no sabíamos  que existiesen tanques tan ligeros, capaces de escalar montañas. Su aparición fue para nosotros una sorpresa total.
Y la desbandada…
Yo corría como los otros. Había un olor excitante a bosque húmedo, a sudor y a pólvora. Grupos de fusileros-granaderos huían por todas partes en desorden. Alguien a mi lado gritaba: “Un obús se le ha llevado la cabeza”, otro: “¿Has visto cuántos tanques?” Yo había perdido de vista al médico; me había extraviado y ahora no sabía por dónde debían andar el médico, los camilleros y los heridos; era un desorden espantoso, una pesadilla sin pies ni cabeza. Me senté, dominado por un deseo de llorar; porque pensaba en uno de los heridos abandonados que llamaba a gritos a su madre.
Un tanque muy pequeño apareció de pronto ante mí; debía ser una de aquellas tanquetas que se habían adelantado mucho a las demás, quizás iba extraviada por aquellos bosques. Recorría la pequeña cresta que yo tenía ante los ojos como una oruga por la arista de una rama, muy poco a poco; yo la miraba como fascinado. Resultaba tan extraña en aquel paraje; insólita como un tranvía. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba solo; solos yo y el blindado. A mi derecha, en un hoyo del terreno, un gran almendro florido estallaba de blancura; el tanque disparó con su cañón de juguete y el proyectil rasante arrancó una mata de romero a mis pies para ir a estallar mucho mas lejos. La tanqueta estaba a un centenar de pasos; me puse a correr.
Corrí mucho, corrí hasta que me faltó el aliento. Entonces me dejé caer sobre la hierba.
—Ya ves como huyen –dijo alguien a mi espalda–. Son los tanques los que han sembrado el pánico.¿Y que importancia tienen? ¡Máquinas, nada más que máquinas! Con un poco de sangre fría las hubierais volcado, poniéndoles bombas de mano debajo de las transmisiones. Si hubiera más cultura…
Sin la dentadura postiza, tenía una cara como de viejo campesino cazurro; llenaba tranquilamente la pipa. Entonces vi los mulos en el fondo de un barranco, con las ametralladoras ya puestas sobre los bastes.
—En la cresta no queda ni un alma –añadió después de lanzar unas chupadas–. No quedan más que los fiambres. Los fusileros no nos cubren; se las han pirado en desorden.¡Sálvese quien pueda! ¡Bah! Hay que establecer contacto con el comandante, suponiendo que…
En aquel momento vimos de nuevo los blindados; habían surgido seis o siete de pronto y se destacaban contra el cielo. Abrieron fuego contra la columna de mulos; había que retirarse.
Encontrar al comandante… Eso no era fácil. Parecía que al batallón, desbandado, se lo hubiera tragado la tierra. Caminamos horas enteras, hombres y mulos, sin encontrar a nadie. Horas y más horas. La noche iba ya a caer cuando cerca de un pueblo llamado Castelforte oímos un murmullo que salía de una cueva; hubiérase dicho una comunidad de monjes que rezaba el rosario.
            Dentro encontramos al comandante. Estaba sentado en tierra, rodeado del médico y de los soldados de la plana mayor; un candil iluminaba aquella curiosa escena. Muy curiosa, ya que en efecto estaban rezando el rosario, mientras a lo lejos, hacia el norte, seguía oyéndose sin cesar el retumbar sordo e interminable del cañoneo.
            —¿Sabéis decir ora pro nobis? –nos soltó el comandante a modo de saludo; y sin esperar nuestra respuesta continuó la letanía en voz muy alta.
            Picó me hizo salir fuera de la cueva; no decía nada, pero se le veía irritadísimo. Me llevó hasta  la cima de una pequeña loma, desde donde veíamos a lo lejos, en dirección al sur, una línea de polvo que no era la del cañoneo y que debía tener siete u ocho kilómetros de largo. Con mi telescopio llegué a distinguir, con las últimas luces de aquel crepúsculo, una columna motorizada dentro de aquella nube de polvo que la claridad agonizante convertía en una fantástica aureola.
            Era un interminable convoy de camiones cargados de tropa; a aquella distancia parecían pequeños como de juguete y llenos de soldados de plomo. Avanzaban muy lentamente.
            —Esta penetración tan audaz les podría costar muy cara si nuestras brigadas fuesen capaces de actuar de acuerdo con un plan conjunto; ¡sería tan fácil cortarles la retirada! Pero ya lo has visto, borrachos perdidos…
          Desde la entrada de la cueva, el comandante nos gritó:
           —Orden de la división, ¡hacia Lomillas!
            Porque la línea telefónica de campaña aún funcionaba en aquel momento y por ella seguíamos manteniendo contacto con la división. Se trataba de un pueblo de la retaguardia, bastante alejado, adonde llegamos de un solo tirón.
            Acabábamos de dormirnos profundamente cuando el toque de diana nos sobresaltó. El comandante Rosich, que quería hacer cavar una trinchera antes de que amaneciese, subió al campanario del pueblo para formarse una idea dela topografía del lugar; el médico y dos de los escribientes de la plana mayor le acompañaban: los cuatro, comandante, médico y escribientes, apestaban a ron y hablaban y gesticulaban con un aire excitado.
            Yo me quedé con Picó, que buscaba un lugar a propósito para emplazar las ametralladoras. El sol empezaba a salir; ante nosotros se extendía una llanura y al fondo en aquel momento se levantaba una nube de polvo.
            —La caballería –dijo Picó, que miraba con sus prismáticos–. Si nos da tiempo de emplazar las máquinas, la segaríamos, ¡algo primoroso!
            Empezó a dar órdenes; ya era demasiado tarde. La caballería mora había tomado el paso de carga; veíamos perfectamente que eran moros, hasta sin prismáticos. Los nuestros huían otra vez; todo eran gritos, polvareda, confusión, órdenes contradictorias. Grupos de soldados pasaban ante nosotros una y otra vez y ya no sabíamos si eran nuestros o enemigos. Yo hubiera echado a correr, como todos, de no ser por la presencia de Picó, queme contagiaba su inalterable tranquilidad. Hacía cargar otra vez las ametralladoras sobre los mulos, como si sólo le preocupara la obsesión de no perder ni una de sus máquinas.
            De nuevo nos encontrábamos sin saber dónde estaba el comandante; Picó y yo marchábamos a la cabeza de la columna de mulos y nos decimos que no era verosímil que se hubiese quedado en lo alto del campanario, ya que desde arriba había tenido que ver forzosamente a tiempo a la caballería mora. Picó, tranquilo y socarrón, se dejaba guiar por el instinto: descubrió un barranco estrecho y hondo por donde pudimos escurrirnos lejos de Lomillas “a cubierto de de las vistas y de los fuegos”. Pelotones dispersos de fusileros-granaderos se nos iban agregando; nos decían, incoherentes y excitadísimos: “Nos han matado al teniente”, o bien “nos han copado”, o bien “no ha quedado ni uno para contarlo”. Picó se lo tomaba todo con calma: “Si os hubieran copado, ahora no estaríais aquí.” Oía las noticias más desastrosas que nos daban aquellos fugitivos como si ya las conociera, incluso como si formaran parte de sus planes. Daba órdenes breves en el tono más natural del mundo, y al verle y oirle hubiérase dicho que todo aquello estaba previsto desde hacía mucho tiempo, que nada le cogía por sorpresa. Su tranquilidad era contagiosa; aquellas bandas que íbamos encontrando extraviadas y presas de pánico se transformaban en grupos disciplinados y confiados sólo con verle y oírle. Se dejaban regañar por él como niños por el maestro de escuela, y se iban añadiendo a nuestra columna que de este modo aumentaba de hora en hora. Un batallón dislocado por el pánico es algo tan confuso como aquellos sueños agobiantes en los que nos debatimos cuando tenemos cuarenta de fiebre;poco a poco Picó conseguía poner un poco de coherencia en aquel caos. Su instinto no le había engañado, no le engañaba nunca: aquel barranco era en efecto larguísimo, en modo alguno un callejón sin salida como yo me había temido; era un verdadero camino cubierto, tal como él presentía. Al llegar a cierto lugar, repartió los hombres que nos seguían, y que podían ser un centenar, y emplazó las ametralladoras:
            —Hay que descansar un poco, ya hace doce horas que andamos y la noche pasada no dormimos. Pero el descanso hay que ganárselo.
            El enemigo, efectivamente, no tardó mucho en asomar la cabeza. De todos modos, no debía ser más que una patrulla de exploración, ya que bastó con una escaramuza, un pequeño concierto a cargo de las ametralladoras, para que desapareciese y nos dejara descansar unas horas.
            Picó quería continuar la retirada apenas apuntase el día.
            —Encontraremos al comandante en Malluelo –me dijo–; es forzoso  que allí se hayan concentrado las demás fuerzas del batallón.
            En Malluelo no había ni un alma, ni militar ni civil. Una confusa balumba de objetos lanzados en mitad de la calle –entre ellos, enorme y sorprendente, una pianola eléctrica–, las casas vacías y abiertas de par en par. Mientras las registrábamos, con la esperanza de encontrar comestibles, varios obuses de grueso calibre empezaron a caer sobre el pueblo; las casas, mas bien modestas, saltaban por los aires. Picó dio orden de evacuarlo, a pesar de las protestas de los soldados, que, atenazados por el hambre, querían seguir revolviendo las despensas.
            Cuando ya dejábamos las últimas casas, uno muy desharrapado y con cara de loco salió de un corral y fue a echarse a los pies de Picó:
            —¡Capitán, alabado sea Dios! –gritaba–.¡Por fin, caras conocidas! Estaba escondido aquí, enterrado en el estiércol….
            Era uno de los escribientes de la plana mayor que habían subido con el comandante al campanario de Lomillas.
            —¿Y el comandante? –preguntó Picó.
            —¡Se acabó!
            —¿Se acabó? ¿Qué quieres decir?
            —¡Liquidado!
            Se rascaba frenéticamente como si hubiese pillado una brigada entera de chinches y de garrapatas en el estercolero de aquel corral.
            —¿Liquidado? ¡Explícate de una vez! ¿De quién hablas?
            —De él, ¡del comandante!
            —Que te den morcilla- replicó Picó, que no podía sufrir a los escribientes y menos a aquel, un sargento que en otros tiempos había sido uno de los puntales de la “república del biberón”; el hombre tenía aire de perturbado, estaba muy colorado y la barba de varios días era negra y erizada.
            —Nos coparon, rodearon el pueblo –iba diciendo a gritos, excitadísimo–. El pueblo de Lomillas, ya sabéis el que quiero decir. La caballería, ya sabéis cuál, la caballería mora, qué hijos de la gran puta… Estábamos en lo alto del campanario, ¡que fregado! ¡Que porquería! El otro escribiente y yo nos habíamos  echado al suelo, pero el comandante asoma la cabeza por el arco y tiraba con la pistola; el médico también. Desde abajo los otros respondían con mauseres y las balas rebotaban en las campanas, ¡parecía que repicasen para la fiesta mayor!
           —¿Y el comandante?
           —Enseguida acabó las municiones.
           —¿Y qué?
            —Se puso de pie sobre el pretil –en este momento el hombre consiguió arrancarse una gruesa garrapata de su peludo pecho–; se encaramó agarrándose al badajo de la campana y–
            En este momento un ataque de risa le impidió seguir hablando; se retorcía de risa y hasta se le caían las lágrimas.
            —¿Te parece que es cosa de risa, imbécil?
            A pesar de los denuestos de Picó, el otro no conseguía contener su risa convulsiva; apenas pudo articular estas palabras:
            —Cosecha de 1902.
            Picó me miraba llevándose el dedo a la frente.
            —¿Cosecha de 1902? ¿A que viene eso ahora?
            -¡Sauternes, capitán! ¡Sauternes de la cosecha de 1902! ¡Se lo juro! Como había terminado las balas… Gritaba: “De lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan”, hasta que se desplomó sujetándose el vientre con las manos.
            Picó me miró otra vez en silencio.
            —¿Y el médico?
            —De él no sé nada, se quedó allí arriba. Entre él y el comandante se habían mamado una botella de ron para desayunar; un obús estalló entre las campanas cuando ya el otro escribiente y yo nos habíamos escabullido a gatas por la escalera de caracol hasta la sacristía; allí nos escondimos en el armario de las hostias…
            —No digas más gansadas.
            Durante noches y más noches, atravesando pueblos y más pueblos desiertos, todo lo que quedaba del cuarto batallón se retiró siguiendo al capitán de la metralla. (…)

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