En ella
nombra al comandante Domínguez, que junto con otros oficiales subió a la torre
de Plenas. Fue hecho prisionero por las tropas franquistas y fusilado allí
mismo.
En esta
página http://www.lletres.net/sales/cmt/ van publicando las cartas de Joan Sales. Todavía no han publicado la 131
que es la que pongo aquí, pero en las otras hay preciosos detalles de
poblaciones, paisajes y gentes de Aragón, y de los pueblos cercanos a Plenas:
Fuendetodos, Santa Cruz de Nogueras, etc.
Joan
Sales
Cartes a Marius Torres
La traducción la he realizado yo y tal vez no sea demasiado exacta, pero la idea está.
Carta
131
Viernes,
25 de marzo de 1938
Estimados amigos Mercé y Marius:
Perdonad
que os escriba una sola carta para los dos, y además en un tono lo mas
impersonal posible, para haceros un
resumen de las vicisitudes que nos han ido cayendo encima desde la última que os escribí, hace mas de un mes. Confío
que pronto os podré enviar una a cada uno como en los buenos tiempos; de
momento se trata de daros noticias mías para no dejaros mas tiempo sin ellas. Envío a la Nuri
una carta igual a esta.
A
finales del pasado mes de febrero, o sea hace unos treinta días, el comandante
de la división me dio orden de asistir a un cursillo de ampliación de estudios,
para tenientes propuestos al ascenso a capitanes, que tenía lugar en la “muy
leal villa de Lécera”. Acabado aquel cursillo tuve ocasión de pasar cuatro días
justos en Barcelona con las Nuris, de estrangis (“teniente que merece permiso, si no se lo dan se lo
toma”), volviendo a dejar la paz profunda que reinaba en el frente y contando
con la benevolencia de mis superiores inmediatos; incluso me acerqué un momento
a la oficina de enseñanza del catalán con la esperanza de ver a Esperanza, pero
aquel día no estaba.
El
7 de marzo emprendía temprano el viaje donde estaba el batallón, al cual me
incorporé el día 8 ya oscureciendo. Allí me esperaban vuestras cartas; me
dormi leyéndolas. Perdonadme, pero es que estaba muerto de sueño.
Me
despertó un estrépito infernal. Era el 9 de marzo, al amanecer, apenas
clareaba. La artillería enemiga había abierto inesperadamente fuego general e
intensísimo sobre el frente ocupado por nuestra brigada y las dos vecinas al norte y al sur. Aproximadamente a mediodía,
todas nuestras fortificaciones, hechas con tantos sudores a lo largo del
invierno, habían sido destruidas, los parapetos arrasados, volados los nidos de
ametralladoras, deshechas las alambradas. La infantería enemiga avanzaba
protegida por masas de tanques de montaña, que nosotros no habíamos visto nunca
ni teníamos idea que existiesen; unas tanquetas capaces de subir pendientes
pronunciadas como si nada. Nosotros
habíamos improvisado unas segundas fortificaciones, desde las cuales nos
defendíamos como podíamos, cuando al día siguiente, día 10, el comandante superior ordenaba que nos replegásemos a
Monforte primero y después a Plenas.
Casi
al mismo tiempo que nosotros llegaba a Plenas la caballería mora y no
dándonos tiempo a fortificar nos obligaba a replegarnos a Moyuela. Cuando hemos
llegado, el comandante superior ya había
decidido evacuar el pueblo, de manera que
sin pararnos ni a descansar proseguimos la caminata hasta Moneva; encontramos
la villa ya abandonada y con los almacenes
de nuestra intendencia ardiendo a fin de que los víveres no cayesen en poder del enemigo. Las órdenes
eran continuar la retirada general
hasta las Ventas de Muniesa; allí
nuestro batallón –lo que quedaba– estuvo a punto de ser rodeado y hecho prisionero. Para evitarlo nos
replegamos hacia Lécera, la misma “muy leal villa” donde días antes yo asistía tranquilamente al
cursillo de perfeccionamiento con vistas a mi ascenso a capitán.Si vais
siguiendo todo esto que os digo sobre un mapa de Aragón, iréis comprendiendo la
magnitud del desastre. ¡Y no era más que el comienzo!
Hacíamos
las caminatas, sobretodo, de noche; cuando llegamos a Lécera, empezaba a
clarear. Dormimos en unos pajares unas escasas horas, rendidos de hambre y de
sueño, para retomar la retirada hacia la villa de Albalate del Arzobispo,donde
acampamos en unas colinas de la ribera oriental del Martín –la villa se alza en
la occidental– que nos iban bien para hacernos allí fuertes con poco trabajo.
Era la mañana del día 11. Desde el primer momento la aviación enemiga no había
dejado de perseguirnos; parecía un
enjambre de moscas que no te puedes quitar de encima. Mantuvimos aquellas
improvisadas posiciones hasta el 12 por
la tarde, en que los tanques enemigos entraban en Lécera. Ya no eran
tanquetas de montaña, sino tanques de
muchas toneladas que avanzaban en formación. Quizás todavía no os había
explicado nunca que nosotros no teníamos ni habíamos visto nunca ninguno en
toda la guerra; justo es decir que
hasta esta ofensiva no habíamos visto tampoco que el enemigo tuviera tantos.
Esta masa de tanques y una artillería nueva, también desconocida para nosotros,
que nuestros soldados van a bautizar “la loca” porque tiraba granadas
rompedoras de pequeño calibre a ritmo de ametralladora, habían sido para
nosotros una sorpresa total añadiéndose a una ofensiva de proporciones
monstruosas que ninguno esperaba.
Los tanques, después de ocupar la villa, se
dispusieron a pasar el puente-que no había sido volado por los ingenieros, tal
era el desorden de la retirada de nuestro ejército-, al mismo tiempo que una
espesa nube de aviones de bombardeo y de caza venía hacia nosotros. Apareció
entonces, por primera vez desde el comienzo de la ofensiva enemiga, una
escuadrilla de cazas de la
República , que con una temeridad que nos dejaba helados de
admiración, les plantó cara y los mantuvo distraídos el tiempo necesario para
que nosotros, cumpliendo órdenes superiores, pudiésemos desaparecer
disciplinadamente por un barranco estrecho y hondo en dirección este. Tras esta
exitosa maniobra, la escuadrilla republicana huyó a una velocidad vertiginosa y
la nube de bombarderos pudo descargar
sobre las posiciones donde momentos antes estábamos nosotros. El
estrépito y la negra columna de polvo ponían los pelos de punta pero lo
mirábamos tranquilos desde cierta distancia, sabiendo que allá ya no quedaba
ninguno de los nuestros. Bien pronto nos protegía el mejor de los camuflajes,
la oscuridad de la noche, y vamos a caminar hasta que el alba despuntaba, ya
nos encontró pasando el Guadalope por un vado a la altura de Castelserás. Si
habéis ido siguiendo en un mapa, comprenderéis que significaba todo eso y
cuales podrían se nuestros sentimientos mientras hacíamos estas marchas.
Por la tarde llegamos a Valjunquera, donde ya se
habla el catalán. Nuestros primeros soldados, los de las patrullas de reconocimiento que van delante del grueso
de la tropa en marcha, oían que los paisanos hablaban catalán venían corriendo
para decírnoslo como una gran noticia. Lo era; eso solo ya nos daba una idea
de la reculada que habíamos hecho.
Algunos lloraban.En otras circunstancias
oír hablar catalán nos habría dado mucha alegría; ahora significaba la
próxima invasión de nuestra tierra si Dios no ponía remedio.
La guerra, que hasta ahora se había mantenido
alejada, ahora llegaría con todos sus horrores.Ya no nos quedaba ninguna duda
que el Ejército del Este –el de Cataluña– había quedado deshecho; los restos de
nuestro batallón, que el capitán Gordó mantenía agrupados a su alrededor, habían perdido todo contacto
con las otras unidades. Durante los últimos días habíamos hecho inacabables
caminatas a través de un pais desierto sin encontrar ni rastro; reducidos a un
centenar de hombres, y sin tener ni idea adonde paraba el mando, no podíamos
hacer sino lo que hacíamos: seguir disciplinadamente al capitán Gordó, que
trataba de reencontrar otras fuerzas de nuestro ejército, y repeler las
patrullas de exploración del enemigo cuando se nos presentaban. Por el contacto
frecuente con sus patrullas sabíamos que entre nosotros y ellos no había nada;
éramos las últimas fuerzas catalanas del sector. No teníamos mapas del Estado
Mayor del país que atravesábamos ni la menor idea de la situación de los
frentes; pero nuestro capitán nos guió con un poco de instinto en todo momento,
que supo llevarnos a Valjunquera y evitar que el enemigo nos rodeara.
Allí comimos y dormimos y al día siguiente, día
14, proseguimos la triste marcha hacia la ribera oriental del Matarraña, cerca
de La Torre del
Compte, donde pasamos el día camuflados en unos grandes cañaverales tocando el
mismo río. Después, ya el día 15, con otra marcha llegamos a las inmediaciones
de Gandesa, donde por fin encontramos otras fuerzas de nuestro ejército. Allí vamos a reposar un par de días. Estábamos, ya no solamente en tierra de lengua
catalana, sino en pleno Principado; el derrumbe del frente de Aragón era
completo. El 17 bajábamos hacia Pauls, donde hicimos otro reposo de tres o
cuatro días en un bellísimo lugar del término donde se alza una ermita toda blanca consagrada al glorioso
San Roque. Después, ya en camiones, nos llevaron a Tortosa y por la tarde
embarcábamos en un tren especial, que es el que nos ha llevado donde estamos
después de veinticuatro horas de trayecto a través de Tarragona, Reus, Valls,
Montblanc, les Borges Blanques y Lleida. La razón de la lentitud del tren era
el peligro de la aviación enemiga, que pasaba y volvía a pasar, obligándole a
hacer largas paradas en los túneles, y el desorden de toda la zona causada por
el desastre militar.
Ahora nos encontramos en una villa de la parte de Aragón que hemos podido
reocupar gracias a la contraofensiva; en esta villa se habla castellano (aunténtico
castellano, no aragonés), pero se encuentra en medio del Aragón catalán, como
un islote, porque habiendo sido arrasada durante la guerra de los Segadores fue
después repoblada con gente venida de Castilla. Como no hay otro de estas
características os será fácil saber donde estoy. Estamos contentos y animados
porque el Ejército del Este se está rehaciendo deprisa. Hemos tenido
relativamente pocas bajas si bien muy sensibles: el general jefe del Ejército
ha felicitado a nuestra brigada y, si bien sus elogios nos producen mas bien
vergüenza ya que no hemos hecho demasiado para merecerlo, esperemos hacerlo
mejor la próxima vez.
Las bajas más sentidas han sido el comandante
Domínguez, jefe de nuestro batallón, y el comandante Invernón, jefe de nuestra
brigada; que Dios los tenga en la gloria.
Ahora se ha de reorganizar la brigada y desaparecerá nuestro batallón,
de manera que la compañía de ametralladoras pasa a depender directamente de
aquella; cuando escribáis poned la misma dirección de siempre pero omitiendo
el batallón.
Otra noticia triste: he sabido que Enrique Usall, a quien recordareis de
cuando íbamos a comer juntos en el sanatorio, murió el 7 de enero en los
combates de Teruel. No lo he sabido hasta hace unos pocos días, por un
compañero que se encontraba allí. Que Dios lo tenga en la gloria como a nuestros
comandantes y todos los muertos de estas batallas, de un campo y de otro.
Solo he querido haceros un sumario impersonal de
los principales acontecimientos; para explicaroslos con detalle sería necesario
escribir un libro. Supongo que Víctor ya lo habrá hecho por su parte con
Marius. Ahora está aquí, sano y bueno y animadísimo. El capitán Gordó ha sido
el alma de la retirada de lo que quedaba
del cuarto batallón; cuando nuestra moral flaqueaba, nos animaba con
noticias fantásticas para levantárnosla. Una vez hizo creer a los soldados que Francia acababa de enviar
toda una división de senegaleses (tal como lo oí) para reforzar nuestro frente;
otro día era todo un barco ruso, cargado de cañones y ametralladoras, que
acababa de llegar –según el– al puerto de Barcelona
Las mentiras que hemos recibido han sido
fenomenales pero el frente se ha rehecho y la moral vuelve a ser alta entre
“jefes, oficiales, clases y soldados” como decimos en nuestra jerga. Teniendo
en cuenta la monstruosa desproporción de
fuerzas, creo sinceramente que en todo
momento se ha salvado el honor ya que no el humor. Este es en verdad
difícil de conservar en tales circunstancias; apenas ahora comienza a levantar
cabeza de nuevo.
Si queréis pasar el rato recorriendo en el mapa la caminata más grande
de mi vida, aquí va el itinerario:
De Monforte a Plenas y a Moyuela siguiendo el
cauce del arroyo que pasa por los tres pueblos.
De Moyuela a Ventas de Muniesa, Lécera y Albalate
del Arzobispo por la carretera.
De Albalate, pasando el Martín, a Castelserás,
asado el Guadalope, por la derecha, siguiendo siempre hacia oriente con una
ligera desviación hacia el sur. Todo el camino, que hacíamos de noche, teníamos
delante de los ojos los signos del Zodiaco que, como para darnos el azimut de
marcha, iban naciendo el uno detrás del otro en el transcurso de la caminata:
Leo, Virgo, Libra y Escorpio.
De Castelserás
a Valjunquera y Torre del Compte, donde pasamos el Matarraña, por la
carretera; y de aquí a Gandesa, unas veces por carretera y otras campo a través.
Y nada más. Ya os escribiré otro día con más
calma.
Añadido en 1948
El
desastre era mayor del que dejaba
entrever la carta; por no hacer derrotismo nos absteníamos tanto como podíamos
de dejar traslucir su magnitud. Las bajas
habían sido tantas entre muertos , heridos y prisioneros que era por eso
que se liquidaba, como otros, el batallón 524; con lo que quedábamos no
había apenas para constituir una
compañía.
Antes
había ocurrido la terrible historia de
la batalla de Teruel, la más mortífera de toda la guerra hasta entonces,
llevada a cabo, además , en pleno invierno en una comarca donde el frío es
cruel. Tanto sacrifico había resultado inútil ya que en definitiva los
franquistas, con la contraofensiva, habían recuperado la ciudad y su
territorio; pocas cosas pueden desmoralizar tanto un ejército como que se le
obligue a un esfuerzo supremo para quedar en nada. En Teruel habían quedado
destrozadas muchas unidades catalanas y valencianas que, sin aquella batalla,
habrían podido sostener el frente cuando el enemigo a su vez emprende la
ofensiva general; el mecanismo se repetiría después en la Batalla del Ebro, seguida
de la ofensiva general franquista contra lo que quedaba de Cataluña. Dada
nuestra inferioridad en armamento, comandantes y disciplina, era suicida
emprender ofensivas de tanta envergadura como las de Teruel y el Ebro;
deberíamos habernos mantenido a la defensiva y evitar los combates tanto como fuera posible. Había por parte del alto
mando republicano una especie de amor propio malentendido, que le lanzaba a
unas ofensivas desmesuradas, unas “fuerzas de flaqueza” sin otro resultado que
la pérdida espeluznante de hombres y de material. A causa de esta debilidad (
la desmoralización subsiguiente a la batalla de Teruel) se añade la sorpresa de
la ofensiva enemiga, que adopta la forma del blitzkrieg, nueva entonces y
aconsejada por los alemanes. Nosotros estábamos imbuidos de las experiencias de
la anterior “guerra europea”, la de 1914-1918, que constituía la base de la
enseñanza en la Escuela
de Guerra de Cataluña como en todas las academias del mundo fuera de Alemania;
considerábamos de otras épocas la “guerra de movimiento” con avances rápidos y
profundos, e ignorábamos que el progreso
en la fabricación de ciertos armamentos (artillería ultrarrápida, carros de
combate que vulgarmente llamábamos tanques) la hacían nuevamente posible. El
viejo general Pozas era precisamente el autor de un libro, que todos habíamos leído cuando era jefe del Ejército del Este, que respiraba en cada página lo
que podríamos definir como “ espíritu línea Maginot”. Recuerdo que al principio
de su generalato en jefe recorría las posiciones a fin de hablar con los oficiales y darnos
una especie de conferencias. toda su “filosofía de la guerra” era la propia de la “guerra de posiciones”. Era preciso sostener una
posición, nos decía, a toda costa; un oficial, antes de abandonarla, se ha de
suicidar. La idea era lúgubre y anticristiana pero, además, es militarmente
absurda: ¿ Es que se trata de perder, además de la posición, los hombres que la
defienden? Cuando una posición es indefendible, lo necesario es abandonarla a
fin de salvar los hombres y el material, que podrán servir en nuevos combates
pero eso, que es elemental en una concepción dinámica de la guerra, resultaba
incomprensible en una concepción estática como era la de la “guerra de
posiciones”, donde todo se supeditaba a la defensa de estas. Un par de años
después esta estrategia inmovilista seria la causa del derrumbe del frente
francés ante el blitzkrieg alemán, ensayado por primera vez en el frente de
Aragón y que entretanto había vuelto a dar resultados sorprendentes en la
invasión de Polonia.
La
ofensiva enemiga nos había sorprendido, pues, desprevenidos, si bien no del
todo. Cuando, de vuelta de mi escapada furtiva a Barcelona, llegué de nuevo a
Lécera, ya me esperaba aquí la orden de reintegrarme inmediatamente al batallón
porque pasaba alguna cosa, no se sabía todavía qué. En el batallón estaban
preocupados por el movimiento inusitado
que se observaba desde hacía un día o dos en las posiciones de enfrente; de
todas formas nadie preveía una ofensiva de tanta envergadura y acompañada de tanta artillería y de tanta aviación. El
estrépito que me despertó el 9 de marzo al romper el alba era en efecto el de
la “loca”, una especie de cañones-ametralladoras, nuevos entonces, de los
cuales no teníamos ni idea. Jorzapé vino a buscarme a la casa donde me alojaba;
bajaba desde las posiciones y estaba pálido, consternado, el, de diecinueve
años, que era valientísimo,: “Los nuestros están huyendo” me dice, “ vamos a
detenerlos”. Yo ya me había vestido y le sigo montaña arriba. Por el camino me
explicaba: “Estaba hablando con uno de los tenientes y no se qué me estaba diciendo cuando, a medio acabar, una bala
de cañón le ha arrancado la cabeza”. No habíamos llegado a lo alto; los
nuestros bajaban desorientados y desmoralizados: “Vienen los tanques” nos
gritaban. Tratábamos de convencerles que no huyesen: “¿Cómo quieres que suban
los tanques por estas montañas?” “Nos han destrozado” respondían. Ignorábamos entonces que
existiesen tanques capaces de subir montañas casi verticales; eso fue, como he
dicho antes, una de las sorpresas que contribuyeron al desastre.
Jorzapé,
viendo que la subida me fatigaba, me dice: “Quédate aquí y espérame: me subiré
a loalto para hacerme una idea de lo que pasa”. Me sienten una roca al lado de
una mata de romero que iba acariciando con la mano cuando de golpe, al poner la
mano, ya no encuentro la mata; una bala de cañón la había arrancado. Caían en
todas partes a mi alrededor, mientras tanto Jorzapé volvía: “Los tanques están
aquí mismo”. Ya habíamos llegado a lo alto y los veíamos a una distancia como
de un centenar de pasos: eran muy pequeños –tanquetas– y se movían por aquel
terreno tan quebrado como por una carretera. Cuando llegaron a lo alto se
detuvieron como si consideraran cubierto su objetivo.
Convencido
que no quedaba con vida ninguno de los nuestros, bajamos en dirección a
Monforte, donde veíamos que se replegaban los supervivientes desorientados y
trataban de improvisar una segunda línea de fortificaciones. Otra causa del
desastre fue la falta de un sistema de fortificaciones bien construidas, como
ya tenía el enemigo. Teníamos una sola línea de trincheras mientras el enemigo,
como habíamos visto en los combates de Belchite, tenía tres; la Casilla de la Princesa era en efecto la
tercera que asaltábamos después de haber tomado las otras. En el ataque contra la Casilla de la Princesa , lo que nos rompió nuestra moral tanto o
más que la arriesgadísima martingala del teniente enemigo, fue el hecho de
encontrar todavía unas alambradas y unos parapetos; que después de haber tomado
una trinchera a base de bajas nos encontráramos una detrás y después todavía
otra, nos deshacía la moral y la sensación de no acabar nunca, además de ir
quedando cada vez menos para asaltar la nueva trinchera que encontrábamos. Otra
causa del desastre fue la falta de armamento adecuado: no teníamos nada contra
los aviones ni contra los tanques, nada
para acallar la artillería enemiga. Cuando habíamos tomado una posición como
en los combates de Belchite, no había tanques ni aviones ni apenas artillería para proteger nuestro
avance con la indispensable cortina de fuego; no nos protegían nada mas que las ametralladoras, una compañía o batallón. Los fusileros-granaderos avanzaban de cuatro en cuatro hasta las alambradas, que debían destrozar a golpes
de culata o poniendo granadas bajo las estacas o cortando los alambres con tijeras
de podar, operación lenta que se debía
hacer bajo el fuego cruzado de las ametralladoras enemigas. Era en esta
operación donde teníamos la mayoría de las bajas, que se habrían podido ahorrar
si antes un fuego espeso de artillería hubiera barrido las alambradas. El enemigo en cambio, no atacaba nunca sin una
fuerte preparación artillera que deshacía nuestras fortificaciones,
principalmente los nidos de ametralladoras; atacar como hacía ellos nos hubiera
parecido la gloria.
Otra
causa de la debilidad de nuestro ejército era la falta de reservas. Cuando, a
costa de sangre, conseguíamos tomar las
tres líneas de fortificaciones y abrir así una brecha en el dispositivo
contrario, entonces no podíamos explotar el éxito lanzando tropas de refresco
por esa brecha ya que no las teníamos. Habíamos malgastado las vidas humanas
por bien poca cosa; resultaba francamente estúpido y los soldados se daban
cuenta. No se deberían atacar nunca
posiciones enemigas si no es con vista
a penetrar profundamente en su dispositivo; eso es lo que hacía el
enemigo, que tenía siempre por encima de nosotros la superioridad de la
preparación militar y de la disciplina además de armamento y reservas. En
relación a la disciplina, he podido ver un ejemplo impresionante a cargo de la
guardia civil durante el ataque que presencié
en la Puebla
de Albortón, estando de reserva, desde Sierra Gorda: el ataque en aquella
ocasión pudo ser protegido por artillería y las baterías estaban precisamente a
mi lado. Con los prismáticos veía que
cuando nuestras granadas caían en la trinchera enemiga, los guardia civiles que
las defendían saltaban como un solo hombre por encima del parapeto y se ponían
estirados a lo largo de este y delante; nuestra batería no osaba rectificar el tiro por miedo de tocar a los
nuestros que ya avanzaban. Cuando llegaba el momento de suspender el fuego
porque ya estaban demasiado cerca de las
trincheras los guardias civiles se levantaban para meterse allí otra vez y
disparar con las ametralladoras; así nuestra preparación artillera había
resultado inútil en gran parte. Una maniobra así solo la puede ejecutar una
tropa dotada de una sangre fría y una disciplina fuera de serie, como era la
guardia civil; nosotros no estuvimos nunca en condiciones de imitarlos.
Finalmente, es necesario recordar que la línea que
ocupábamos las tres brigada –la nuestra y sus vecinas del norte y sur– era un
“frente muerto” y por eso lo eligió el enemigo para embestirlo por sorpresa. Un
frente muerto”, militarmente, apenas puede tener otra función que la de vigilancia. El alto mando republicano debería habernos mandado inmediatamente,
nada mas tener noticia de la gran ofensiva fascista, refuerzos en hombres y
armamento en proporción a esta. No lo hizo porque no podía, después del
destrozo que había sido la batalla de Teruel.
En
Monforte el comandante Domínguez y la plana mayor estaban dentro de una cueva;
el rezaba el rosario en voz alta. A uno de los oficiales se le veía francamente
borracho. El comandante, que era una bellísima persona, era también de aquellos
que creen que el coraje se levanta a
fuerza de copas y llevaba muchas. Podía comunicarse con el comandante Invernón,
jefe de la brigada, por teléfono de campaña; le iba solicitando refuerzos,
sobretodo artillería, para hacer frente a tan extraordinarias circunstancias.
El otro, que recibía la misma solicitud al mismo tiempo de los otros cuatro
batallones de la brigada, todos igualmente desbordados por la inesperada y
monstruosa ofensiva, la retransmitía al coronel Pérez Salas, jefe de la
división, y este al cuerpo de ejército. La respuesta, que tardaba a bajar de
las alturas del Estado Mayor, era siempre la misma. “Aguantad con vuestros
medios tanto como podáis imposible enviar refuerzos; resistid hasta nueva
orden”. Desde la peña que cubría aquella cueva, donde nos habíamos dirigido
Jorzapé y yo, veíamos a una distancia como de siete u ocho kilómetros a nuestro
sur las columnas enemigas como avanzaban: delante iban los tanques, seguía la
infantería en camiones y encima del dispositivo, protegiéndolo, volaban las
escuadrillas de vigilancia.. Comprendímos que este avance en masa, muy profundo
ya, había de contribuir al derrumbamiento de la brigada republicana que
protegía aquel sector, una por cierto con la que teníamos siempre una cierta rivalidad, y comentaban
que si el Ejército del este fuera capaz
de acumular en el punto donde todavía aguantaban los de la 131 una gran
masa de artillería, podíamos cortar la retirada a la columna enemiga y rodearla.
La tarde de aquel día nos llegó un cañón del 75 con su teniente y los que manejaban
la pieza. El teniente entró en la cueva y dijo al comandante “Me envía el cuerpo de ejército con este cañón para
reforzaros, pero lo he de advertir, como artillero, que un cañón solo no tiene
ninguna eficacia y que lo único que conseguiremos disparando es que la
artillería enemiga nos localice y nos haga harina. Comandante, estoy a sus
órdenes”.
Al
día siguiente, día 10, por teléfono de campaña el comandante Invernón nos
ordena replegarnos al pueblo de Plenas. La causa no era otra que la
brigada que teníamos al norte se había
derrumbado igual que la del sur y era necesario evitar que la nuestra quedara
rodeada.
En
aquellas horas tristes, el comandante Domínguez dio en todo momento ejemplo
marchando detrás de todos. Durante la retirada perdimos toda una compañía de
fusileros-granaderos (o lo que quedaba de ella) por un motivo fútil su
capitán, que era un andaluz alto y gordo, de unos treinta y cinco años, muy
eufórico, bebedor y comilón, uno de los puntales en Estercuel de la “república del mam “, a
media retirada se le ocurre que era hora de comer y manda tocar a rancho para
que la tropa se sentara para hacerlo.El, en medio de los soldados, les daba
ejemplo de una gana impertérrita cuando el enemigo les alcanzó. Los fascistas
en aquella época ya no fusilaban a los soldados que hacían prisioneros pero si
a los oficiales.Por mas que quiero recordar el nombre de este oficial, no me
viene a la memoria.
Llegamos
a Plenas con toda una compañía de menos y con las otras muy menguadas. Plenas
tiene un alto campanario y el comandante Domínguez quiso subirse con los de la
plana mayor para hacerse una idea de la situación general. Mientras tanto
Jorzapé y yo habíamos reencontrado a los nuestros, los de la “metralla”, con el
capitán Gordó y el teniente Torres. El otro teniente había muerto (el teniente
nuevo, del que no recuerdo el nombre; Aparicio ya había muerto, de una bala en
medio del frente, durante los combates
que siguieron a la toma de la
Puebla de Albortón cuando se había subido encima del parapeto
del nido de ametralladoras para observar mejor la posición del enemigo)
Recuerdo que desde las inmediaciones del pueblo veíamos como los escuadrones de la caballería mora
venían hacia nosotros y comentábamos que si teníamos tiempo de descargar las ametralladoras de los mulos y disponerlas
en la debida forma podríamos hacerles una matanza. No sucedió; nuestros fusileros-granaderos
corrían a la desbandada y todo era un
desbarajuste que ninguno lo entendía. Nosotros no sabíamos que el comandante
estaba todavía en lo alto del campanario, creíamos que iba con los
fusileros-granaderos y ellos dejaban
Plenas abandonada al enemigo. Después, unos escapados a última hora de
Plenas nos contaron que habían sorprendido al comandante y la plana mayor en el
campanario y que lo habían fusilado. Dios
lo tenga en la gloria.
Sin
comandante- y sin contacto con el resto de la brigada- vamos a replegarnos,
guiados por el capitán Gordó, hacia Moyuela, donde esperábamos encontrar la
comandancia de aquella. Llegamos al atardecer después de habernos salvado de
ser bombardeados por la aviación gracias a una niebla espesa que nos había
hecho invisibles mientras atravesábamos la pelada plana.
En
Moyuela estaba en efecto el comandante Invernón con algunos oficiales de su
plana mayor; nos esperaba a nosotros, último batallón que faltaba por
replegarse. Al lado de la carretera presenció en silencio nuestro desfile,
hecho con buen orden. Ya era noche oscura. Debió de ser el último en retirarse,
algunos soldados, de los veteranos, saludándolo, lloraban. Se quedó solo, con
la desazón de si todavía quedaba algún
rezagado; las patrullas de exploración del enemigo lo sorprendieron y
fusilaron. Dios lo tenga en la gloria.
La carta reproducida aquí se publicará el 3 de octubre 2013 en el blog "Cartes a Màrius Torres".
ResponderEliminarAgradecemos el interés compartido.