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miércoles, 3 de abril de 2013

Joan Sales. Cartas a Marius Torres

Ponemos en este blog una carta que escribió Joan Sales en la que narra la emocionante huida de los milicianos y su paso por Plenas. Me parece muy interesante.
En ella nombra al comandante Domínguez, que junto con otros oficiales subió a la torre de Plenas. Fue hecho prisionero por las tropas franquistas y fusilado allí mismo.

En esta página http://www.lletres.net/sales/cmt/  van publicando las cartas de Joan Sales. Todavía no han publicado la 131 que es la que pongo aquí, pero en las otras hay preciosos detalles de poblaciones, paisajes y gentes de Aragón, y de los pueblos cercanos a Plenas: Fuendetodos, Santa Cruz de Nogueras, etc.

Joan Sales
Cartes a Marius Torres
La traducción la he realizado yo y tal vez no sea demasiado exacta, pero la idea está.

Carta 131
Viernes, 25 de marzo de 1938
Estimados amigos Mercé y Marius:
Perdonad que os escriba una sola carta para los dos, y además en un tono lo mas impersonal posible, para haceros  un resumen de las vicisitudes que nos han ido cayendo encima desde la última  que os escribí, hace mas de un mes. Confío que pronto os podré enviar una a cada uno como en los buenos tiempos; de momento se trata de daros noticias mías para no dejaros mas tiempo sin ellas. Envío a la Nuri una carta igual a esta.
A finales del pasado mes de febrero, o sea hace unos treinta días, el comandante de la división me dio orden de asistir a un cursillo de ampliación de estudios, para tenientes propuestos al ascenso a capitanes, que tenía lugar en la “muy leal villa de Lécera”. Acabado aquel cursillo tuve ocasión de pasar cuatro días justos en Barcelona con las Nuris, de estrangis (“teniente  que merece permiso, si no se lo dan se lo toma”), volviendo a dejar la paz profunda que reinaba en el frente y contando con la benevolencia de mis superiores inmediatos; incluso me acerqué un momento a la oficina de enseñanza del catalán con la esperanza de ver a Esperanza, pero aquel día no estaba.
El 7 de marzo emprendía temprano el viaje donde estaba el batallón, al cual me incorporé el día 8 ya oscureciendo. Allí me esperaban vuestras cartas; me dormi leyéndolas. Perdonadme, pero es que estaba muerto de sueño.
Me despertó un estrépito infernal. Era el 9 de marzo, al amanecer, apenas clareaba. La artillería enemiga había abierto inesperadamente fuego general e intensísimo sobre el frente ocupado por nuestra brigada y las dos vecinas  al norte y al sur. Aproximadamente a mediodía, todas nuestras fortificaciones, hechas con tantos sudores a lo largo del invierno, habían sido destruidas, los parapetos arrasados, volados los nidos de ametralladoras, deshechas las alambradas. La infantería enemiga avanzaba protegida por masas de tanques de montaña, que nosotros no habíamos visto nunca ni teníamos idea que existiesen; unas tanquetas capaces de subir pendientes pronunciadas  como si nada. Nosotros habíamos improvisado unas segundas fortificaciones, desde las cuales nos defendíamos como podíamos, cuando al día siguiente, día 10, el comandante  superior ordenaba que nos replegásemos a Monforte primero y después a Plenas.
Casi al mismo tiempo que nosotros  llegaba a Plenas la caballería mora y no dándonos tiempo a fortificar nos obligaba a replegarnos a Moyuela. Cuando hemos llegado, el comandante  superior ya había decidido  evacuar el pueblo, de manera que sin pararnos ni a descansar proseguimos la caminata hasta Moneva; encontramos la villa ya abandonada y con los almacenes  de nuestra intendencia ardiendo a fin de que los víveres  no cayesen en poder del enemigo. Las órdenes eran continuar la  retirada general hasta  las Ventas de Muniesa; allí nuestro batallón –lo que quedaba– estuvo a punto de ser rodeado  y hecho prisionero. Para evitarlo nos replegamos hacia Lécera, la misma “muy leal villa”  donde días antes yo asistía tranquilamente al cursillo de perfeccionamiento con vistas a mi ascenso a capitán.Si vais siguiendo todo esto que os digo sobre un mapa de Aragón, iréis comprendiendo la magnitud del desastre. ¡Y no era más que el comienzo!
Hacíamos las caminatas, sobretodo, de noche; cuando llegamos a Lécera, empezaba a clarear. Dormimos en unos pajares unas escasas horas, rendidos de hambre y de sueño, para retomar la retirada hacia la villa de Albalate del Arzobispo,donde acampamos en unas colinas de la ribera oriental del Martín –la villa se alza en la occidental– que nos iban bien para hacernos allí fuertes con poco trabajo. Era la mañana del día 11. Desde el primer momento la aviación enemiga no había dejado de  perseguirnos; parecía un enjambre de moscas que no te puedes quitar de encima. Mantuvimos aquellas improvisadas posiciones  hasta el 12 por la tarde, en que los tanques enemigos entraban en Lécera. Ya no eran tanquetas  de montaña, sino tanques de muchas toneladas que avanzaban en formación. Quizás todavía no os había explicado nunca que nosotros no teníamos ni habíamos visto nunca ninguno en toda la guerra; justo es decir que hasta esta ofensiva no habíamos visto tampoco que el enemigo tuviera tantos. Esta masa de tanques y una artillería nueva, también desconocida para nosotros, que nuestros soldados van a bautizar “la loca” porque tiraba granadas rompedoras de pequeño calibre a ritmo de ametralladora, habían sido para nosotros una sorpresa total añadiéndose a una ofensiva de proporciones monstruosas que ninguno esperaba.
Los tanques, después de ocupar la villa, se dispusieron a pasar el puente-que no había sido volado por los ingenieros, tal era el desorden de la retirada de nuestro ejército-, al mismo tiempo que una espesa nube de aviones de bombardeo y de caza venía hacia nosotros. Apareció entonces, por primera vez desde el comienzo de la ofensiva enemiga, una escuadrilla de cazas de la República, que con una temeridad que nos dejaba helados de admiración, les plantó cara y los mantuvo distraídos el tiempo necesario para que nosotros, cumpliendo órdenes superiores, pudiésemos desaparecer disciplinadamente por un barranco estrecho y hondo en dirección este. Tras esta exitosa maniobra, la escuadrilla republicana huyó a una velocidad vertiginosa y la nube de bombarderos pudo descargar  sobre las posiciones donde momentos antes estábamos nosotros. El estrépito y la negra columna de polvo ponían los pelos de punta pero lo mirábamos tranquilos desde cierta distancia, sabiendo que allá ya no quedaba ninguno de los nuestros. Bien pronto nos protegía el mejor de los camuflajes, la oscuridad de la noche, y vamos a caminar hasta que el alba despuntaba, ya nos encontró pasando el Guadalope por un vado a la altura de Castelserás. Si habéis ido siguiendo en un mapa, comprenderéis que significaba todo eso y cuales podrían se nuestros sentimientos mientras hacíamos estas  marchas.
Por la tarde llegamos a Valjunquera, donde ya se habla el catalán. Nuestros primeros soldados, los de las patrullas  de reconocimiento que van delante del grueso de la tropa en marcha, oían que los paisanos hablaban catalán venían corriendo para decírnoslo como una gran noticia. Lo era; eso solo ya nos daba una idea de  la reculada que habíamos hecho. Algunos lloraban.En otras circunstancias  oír hablar catalán nos habría dado mucha alegría; ahora significaba la próxima invasión de nuestra tierra si Dios no ponía remedio.
La guerra, que hasta ahora se había mantenido alejada, ahora llegaría con todos sus horrores.Ya no nos quedaba ninguna duda que el Ejército del Este –el de Cataluña– había quedado deshecho; los restos de nuestro batallón, que el capitán Gordó mantenía agrupados  a su alrededor, habían perdido todo contacto con las otras unidades. Durante los últimos días habíamos hecho inacabables caminatas a través de un pais desierto sin encontrar ni rastro; reducidos a un centenar de hombres, y sin tener ni idea adonde paraba el mando, no podíamos hacer sino lo que hacíamos: seguir disciplinadamente al capitán Gordó, que trataba de reencontrar otras fuerzas de nuestro ejército, y repeler las patrullas de exploración del enemigo cuando se nos presentaban. Por el contacto frecuente con sus patrullas sabíamos que entre nosotros y ellos no había nada; éramos las últimas fuerzas catalanas del sector. No teníamos mapas del Estado Mayor del país que atravesábamos ni la menor idea de la situación de los frentes; pero nuestro capitán nos guió con un poco de instinto en todo momento, que supo llevarnos a Valjunquera y evitar que el enemigo nos rodeara.
Allí comimos y dormimos y al día siguiente, día 14, proseguimos la triste marcha hacia la ribera oriental del Matarraña, cerca de La Torre del Compte, donde pasamos el día camuflados en unos grandes cañaverales tocando el mismo río. Después, ya el día 15, con otra marcha llegamos a las inmediaciones de Gandesa, donde por fin encontramos otras fuerzas de nuestro ejército. Allí vamos a reposar un par de días. Estábamos, ya no solamente en tierra de lengua catalana, sino en pleno Principado; el derrumbe del frente de Aragón era completo. El 17 bajábamos hacia Pauls, donde hicimos otro reposo de tres o cuatro días en un bellísimo lugar del término donde se alza  una ermita toda blanca consagrada al glorioso San Roque. Después, ya en camiones, nos llevaron a Tortosa y por la tarde embarcábamos en un tren especial, que es el que nos ha llevado donde estamos después de veinticuatro horas de trayecto a través de Tarragona, Reus, Valls, Montblanc, les Borges Blanques y Lleida. La razón de la lentitud del tren era el peligro de la aviación enemiga, que pasaba y volvía a pasar, obligándole a hacer largas paradas en los túneles, y el desorden de toda la zona causada por el desastre militar.
Ahora nos encontramos en una villa  de la parte de Aragón que hemos podido reocupar gracias a la contraofensiva; en esta villa se habla castellano (aunténtico castellano, no aragonés), pero se encuentra en medio del Aragón catalán, como un islote, porque habiendo sido arrasada durante la guerra de los Segadores fue después repoblada con gente venida de Castilla. Como no hay otro de estas características os será fácil saber donde estoy. Estamos contentos y animados porque el Ejército del Este se está rehaciendo deprisa. Hemos tenido relativamente pocas bajas si bien muy sensibles: el general jefe del Ejército ha felicitado a nuestra brigada y, si bien sus elogios nos producen mas bien vergüenza ya que no hemos hecho demasiado para merecerlo, esperemos hacerlo mejor la próxima vez.
Las bajas más sentidas han sido el comandante Domínguez, jefe de nuestro batallón, y el comandante Invernón, jefe de nuestra brigada; que Dios los tenga en la gloria.
Ahora se ha de reorganizar  la brigada y desaparecerá nuestro batallón, de manera que la compañía de ametralladoras pasa a depender directamente de aquella; cuando escribáis  poned la misma dirección de siempre pero omitiendo el batallón.
Otra noticia triste: he sabido  que Enrique Usall, a quien recordareis de cuando íbamos a comer juntos en el sanatorio, murió el 7 de enero en los combates de Teruel. No lo he sabido hasta hace unos pocos días, por un compañero que se encontraba allí. Que Dios lo tenga en la gloria como a nuestros comandantes y todos los muertos de estas batallas, de un campo y de otro.
Solo he querido haceros un sumario impersonal de los principales acontecimientos; para explicaroslos con detalle sería necesario escribir un libro. Supongo que Víctor ya lo habrá hecho por su parte con Marius. Ahora está aquí, sano y bueno y animadísimo. El capitán Gordó ha sido el alma de la retirada de lo que quedaba  del cuarto batallón; cuando nuestra moral flaqueaba, nos animaba con noticias fantásticas para levantárnosla. Una vez hizo creer  a los soldados que Francia acababa de enviar toda una división de senegaleses (tal como lo oí) para reforzar nuestro frente; otro día era todo un barco ruso, cargado de cañones y ametralladoras, que acababa de llegar –según el– al puerto de Barcelona
Las mentiras que hemos recibido han sido fenomenales pero el frente se ha rehecho y la moral vuelve a ser alta entre “jefes, oficiales, clases y soldados” como decimos en nuestra jerga. Teniendo en cuenta la monstruosa  desproporción de fuerzas, creo sinceramente que en todo  momento se ha salvado el honor ya que no el humor. Este es en verdad difícil de conservar en tales circunstancias; apenas ahora comienza a levantar cabeza de nuevo.
Si queréis pasar el rato  recorriendo en el mapa la caminata más grande de mi vida, aquí va el itinerario:
De Monforte a Plenas y a Moyuela siguiendo el cauce del arroyo que pasa por los tres pueblos.
De Moyuela a Ventas de Muniesa, Lécera y Albalate del Arzobispo por la carretera.
De Albalate, pasando el Martín, a Castelserás, asado el Guadalope, por la derecha, siguiendo siempre hacia oriente con una ligera desviación hacia el sur. Todo el camino, que hacíamos de noche, teníamos delante de los ojos los signos del Zodiaco que, como para darnos el azimut de marcha, iban naciendo el uno detrás del otro en el transcurso de la caminata: Leo, Virgo, Libra y Escorpio.
De Castelserás  a Valjunquera y Torre del Compte, donde pasamos el Matarraña, por la carretera; y de aquí a Gandesa, unas veces por carretera y otras campo a través.
Y nada más. Ya os escribiré otro día con más calma.

Añadido en 1948
El desastre era mayor  del que dejaba entrever la carta; por no hacer derrotismo nos absteníamos tanto como podíamos de dejar traslucir su magnitud. Las bajas  habían sido tantas entre muertos , heridos y prisioneros que era por eso que se liquidaba, como otros, el batallón 524; con lo que quedábamos no había  apenas para constituir una compañía.
Antes había ocurrido la terrible  historia de la batalla de Teruel, la más mortífera de toda la guerra hasta entonces, llevada a cabo, además , en pleno invierno en una comarca donde el frío es cruel. Tanto sacrifico había resultado inútil ya que en definitiva los franquistas, con la contraofensiva, habían recuperado la ciudad y su territorio; pocas cosas pueden desmoralizar tanto un ejército como que se le obligue a un esfuerzo supremo para quedar en nada. En Teruel habían quedado destrozadas muchas unidades catalanas y valencianas que, sin aquella batalla, habrían podido sostener el frente cuando el enemigo a su vez emprende la ofensiva general; el mecanismo se repetiría después en la Batalla del Ebro, seguida de la ofensiva general franquista contra lo que quedaba de Cataluña. Dada nuestra inferioridad en armamento, comandantes y disciplina, era suicida emprender ofensivas de tanta envergadura como las de Teruel y el Ebro; deberíamos habernos mantenido a la defensiva y evitar los combates tanto como fuera posible.  Había por parte del alto mando republicano una especie de amor propio malentendido, que le lanzaba a unas ofensivas desmesuradas, unas “fuerzas de flaqueza” sin otro resultado que la pérdida espeluznante de hombres y de material. A causa de esta debilidad ( la desmoralización subsiguiente a la batalla de Teruel) se añade la sorpresa de la ofensiva enemiga, que adopta la forma del blitzkrieg, nueva entonces y aconsejada por los alemanes. Nosotros estábamos imbuidos de las experiencias de la anterior “guerra europea”, la de 1914-1918, que constituía la base de la enseñanza en la Escuela de Guerra de Cataluña como en todas las academias del mundo fuera de Alemania; considerábamos de otras épocas la “guerra de movimiento” con avances rápidos y profundos, e ignorábamos  que el progreso en la fabricación de ciertos armamentos (artillería ultrarrápida, carros de combate que vulgarmente llamábamos tanques) la hacían nuevamente posible. El viejo general Pozas era precisamente el autor de un libro, que todos habíamos leído cuando era jefe del Ejército del Este, que respiraba en cada página lo que podríamos definir como “ espíritu línea Maginot”. Recuerdo que al principio de su generalato en jefe recorría las posiciones  a fin de hablar con los oficiales y darnos una especie de conferencias. toda su “filosofía de la guerra” era la propia de la “guerra  de posiciones”. Era preciso sostener una posición, nos decía, a toda costa; un oficial, antes de abandonarla, se ha de suicidar. La idea era lúgubre y anticristiana pero, además, es militarmente absurda: ¿ Es que se trata de perder, además de la posición, los hombres que la defienden? Cuando una posición es indefendible, lo necesario es abandonarla a fin de salvar los hombres y el material, que podrán servir en nuevos combates pero eso, que es elemental en una concepción dinámica de la guerra, resultaba incomprensible en una concepción estática como era la de la “guerra de posiciones”, donde todo se supeditaba a la defensa de estas. Un par de años después esta estrategia inmovilista seria la causa del derrumbe del frente francés ante el blitzkrieg alemán, ensayado por primera vez en el frente de Aragón y que entretanto había vuelto a dar resultados sorprendentes en la invasión de Polonia.
La ofensiva enemiga nos había sorprendido, pues, desprevenidos, si bien no del todo. Cuando, de vuelta de mi escapada furtiva a Barcelona, llegué de nuevo a Lécera, ya me esperaba aquí la orden de reintegrarme inmediatamente al batallón porque pasaba alguna cosa, no se sabía todavía qué. En el batallón estaban preocupados  por el movimiento inusitado que se observaba desde hacía un día o dos en las posiciones de enfrente; de todas formas nadie preveía una ofensiva de tanta envergadura y acompañada  de tanta artillería y de tanta aviación. El estrépito que me despertó el 9 de marzo al romper el alba era en efecto el de la “loca”, una especie de cañones-ametralladoras, nuevos entonces, de los cuales no teníamos ni idea. Jorzapé vino a buscarme a la casa donde me alojaba; bajaba desde las posiciones y estaba pálido, consternado, el, de diecinueve años, que era valientísimo,: “Los nuestros están huyendo” me dice, “ vamos a detenerlos”. Yo ya me había vestido y le sigo montaña arriba. Por el camino me explicaba: “Estaba hablando  con uno de los tenientes y no se qué me estaba diciendo cuando, a medio acabar, una bala de cañón le ha arrancado la cabeza”. No habíamos llegado a lo alto; los nuestros bajaban desorientados y desmoralizados: “Vienen los tanques” nos gritaban. Tratábamos de convencerles que no huyesen: “¿Cómo quieres que suban los tanques por estas montañas?” “Nos han destrozado”  respondían. Ignorábamos entonces que existiesen tanques capaces de subir montañas casi verticales; eso fue, como he dicho antes, una de las sorpresas que contribuyeron al desastre.
Jorzapé, viendo que la subida me fatigaba, me dice: “Quédate aquí y espérame: me subiré a loalto para hacerme una idea de lo que pasa”. Me sienten una roca al lado de una mata de romero que iba acariciando con la mano cuando de golpe, al poner la mano, ya no encuentro la mata; una bala de cañón la había arrancado. Caían en todas partes a mi alrededor, mientras tanto Jorzapé volvía: “Los tanques están aquí mismo”. Ya habíamos llegado a lo alto y los veíamos a una distancia como de un centenar de pasos: eran muy pequeños –tanquetas– y se movían por aquel terreno tan quebrado como por una carretera. Cuando llegaron a lo alto se detuvieron como si consideraran cubierto su objetivo.
Convencido que no quedaba con vida ninguno de los nuestros, bajamos en dirección a Monforte, donde veíamos que se replegaban los supervivientes desorientados y trataban de improvisar una segunda línea de fortificaciones. Otra causa del desastre fue la falta de un sistema de fortificaciones bien construidas, como ya tenía el enemigo. Teníamos una sola línea de trincheras mientras el enemigo, como habíamos visto en los combates de Belchite, tenía tres; la Casilla de la Princesa era en efecto la tercera que asaltábamos después de haber tomado las otras. En el ataque  contra la Casilla de la Princesa, lo que nos rompió nuestra moral tanto o más que la arriesgadísima martingala del teniente enemigo, fue el hecho de encontrar todavía unas alambradas y unos parapetos; que después de haber tomado una trinchera a base de bajas nos encontráramos una detrás y después todavía otra, nos deshacía la moral y la sensación de no acabar nunca, además de ir quedando cada vez menos para asaltar la nueva trinchera que encontrábamos. Otra causa del desastre fue la falta de armamento adecuado: no teníamos nada contra los aviones  ni contra los tanques, nada para acallar la artillería enemiga. Cuando habíamos tomado una posición  como en los combates de Belchite, no había tanques ni aviones  ni apenas artillería para proteger nuestro avance con la indispensable cortina de fuego; no nos protegían nada  mas que las ametralladoras, una compañía o batallón. Los fusileros-granaderos avanzaban de cuatro en cuatro hasta  las alambradas, que debían destrozar a golpes de culata o poniendo granadas bajo las estacas o cortando los alambres con tijeras de podar, operación lenta  que se debía hacer bajo el fuego cruzado de las ametralladoras enemigas. Era en esta operación donde teníamos la mayoría de las bajas, que se habrían podido ahorrar si antes un fuego espeso de artillería hubiera barrido las alambradas.  El enemigo en cambio, no atacaba nunca sin una fuerte preparación artillera que deshacía nuestras fortificaciones, principalmente los nidos de ametralladoras; atacar como hacía ellos nos hubiera parecido la gloria.
Otra causa de la debilidad de nuestro ejército era la falta de reservas. Cuando, a costa de sangre, conseguíamos tomar  las tres líneas de fortificaciones y abrir así una brecha en el dispositivo contrario, entonces no podíamos explotar el éxito lanzando tropas de refresco por esa brecha ya que no las teníamos. Habíamos malgastado las vidas humanas por bien poca cosa; resultaba francamente estúpido y los soldados se daban cuenta. No se deberían atacar nunca  posiciones enemigas si no es con vista  a penetrar profundamente en su dispositivo; eso es lo que hacía el enemigo, que tenía siempre por encima de nosotros la superioridad de la preparación militar y de la disciplina además de armamento y reservas. En relación a la disciplina, he podido ver un ejemplo impresionante a cargo de la guardia civil durante el ataque que presencié  en la Puebla de Albortón, estando de reserva, desde Sierra Gorda: el ataque en aquella ocasión pudo ser protegido por artillería y las baterías estaban precisamente a mi lado. Con los prismáticos veía  que cuando nuestras granadas caían en la trinchera enemiga, los guardia civiles que las defendían saltaban como un solo hombre por encima del parapeto y se ponían estirados a lo largo de este y delante; nuestra batería no osaba  rectificar el tiro por miedo de tocar a los nuestros que ya avanzaban. Cuando llegaba el momento de suspender el fuego porque ya estaban  demasiado cerca de las trincheras los guardias civiles se levantaban para meterse allí otra vez y disparar con las ametralladoras; así nuestra preparación artillera había resultado inútil en gran parte. Una maniobra así solo la puede ejecutar una tropa dotada de una sangre fría y una disciplina fuera de serie, como era la guardia civil; nosotros no estuvimos nunca en condiciones de imitarlos.
Finalmente, es necesario recordar que la línea que ocupábamos las tres brigada –la nuestra y sus vecinas del norte y sur– era un “frente muerto” y por eso lo eligió el enemigo para embestirlo por sorpresa. Un frente muerto”, militarmente, apenas puede tener otra función que la de vigilancia. El alto mando republicano debería habernos mandado inmediatamente, nada mas tener noticia de la gran ofensiva fascista, refuerzos en hombres y armamento en proporción a esta. No lo hizo porque no podía, después del destrozo que había sido la batalla de Teruel.
En Monforte el comandante Domínguez y la plana mayor estaban dentro de una cueva; el rezaba el rosario en voz alta. A uno de los oficiales se le veía francamente borracho. El comandante, que era una bellísima persona, era también de aquellos que creen que el coraje se  levanta a fuerza de copas y llevaba muchas. Podía comunicarse con el comandante Invernón, jefe de la brigada, por teléfono de campaña; le iba solicitando refuerzos, sobretodo artillería, para hacer frente a tan extraordinarias circunstancias. El otro, que recibía la misma solicitud al mismo tiempo de los otros cuatro batallones de la brigada, todos igualmente desbordados por la inesperada y monstruosa ofensiva, la retransmitía al coronel Pérez Salas, jefe de la división, y este al cuerpo de ejército. La respuesta, que tardaba a bajar de las alturas del Estado Mayor, era siempre la misma. “Aguantad con vuestros medios tanto como podáis  imposible enviar refuerzos; resistid hasta nueva orden”. Desde la peña que cubría aquella cueva, donde nos habíamos dirigido Jorzapé y yo, veíamos a una distancia como de siete u ocho kilómetros a nuestro sur las columnas enemigas como avanzaban: delante iban los tanques, seguía la infantería en camiones y encima del dispositivo, protegiéndolo, volaban las escuadrillas de vigilancia.. Comprendímos que este avance en masa, muy profundo ya, había de contribuir al derrumbamiento de la brigada republicana que protegía aquel sector, una por cierto con la que teníamos  siempre una cierta rivalidad, y comentaban que si el Ejército del este fuera capaz  de acumular en el punto donde todavía aguantaban los de la 131 una gran masa de artillería, podíamos cortar la retirada a la columna enemiga y rodearla. La tarde de aquel día nos llegó un cañón del 75 con su teniente y los que manejaban la pieza. El teniente entró en la cueva y dijo al comandante “Me envía el  cuerpo de ejército con este cañón para reforzaros, pero lo he de advertir, como artillero, que un cañón solo no tiene ninguna eficacia y que lo único que conseguiremos disparando es que la artillería enemiga nos localice y nos haga harina. Comandante, estoy a sus órdenes”.

Al día siguiente, día 10, por teléfono de campaña el comandante Invernón nos ordena replegarnos al pueblo de Plenas. La causa no era otra que la brigada  que teníamos al norte se había derrumbado igual que la del sur y era necesario evitar que la nuestra quedara rodeada.
En aquellas horas tristes, el comandante Domínguez dio en todo momento ejemplo marchando detrás de todos. Durante la retirada perdimos toda una compañía de fusileros-granaderos (o lo que quedaba de ella) por un motivo fútil su capitán, que era un andaluz alto y gordo, de unos treinta y cinco años, muy eufórico, bebedor y comilón, uno de los puntales  en Estercuel de la “república del mam “, a media retirada se le ocurre que era hora de comer y manda tocar a rancho para que la tropa se sentara para hacerlo.El, en medio de los soldados, les daba ejemplo de una gana impertérrita cuando el enemigo les alcanzó. Los fascistas en aquella época ya no fusilaban a los soldados que hacían prisioneros pero si a los oficiales.Por mas que quiero recordar el nombre de este oficial, no me viene a la memoria.

Llegamos a Plenas con toda una compañía de menos y con las otras muy menguadas. Plenas tiene un alto campanario y el comandante Domínguez quiso subirse con los de la plana mayor para hacerse una idea de la situación general. Mientras tanto Jorzapé y yo habíamos reencontrado a los nuestros, los de la “metralla”, con el capitán Gordó y el teniente Torres. El otro teniente había muerto (el teniente nuevo, del que no recuerdo el nombre; Aparicio ya había muerto, de una bala en medio del frente, durante los combates  que siguieron a la toma de la Puebla de Albortón cuando se había subido encima del parapeto del nido de ametralladoras para observar mejor la posición del enemigo) Recuerdo que desde las inmediaciones del pueblo veíamos  como los escuadrones de la caballería mora venían hacia nosotros y comentábamos que si teníamos tiempo de descargar  las ametralladoras de los mulos y disponerlas en la debida forma podríamos hacerles una matanza. No sucedió; nuestros fusileros-granaderos corrían a la desbandada  y todo era un desbarajuste que ninguno lo entendía. Nosotros no sabíamos que el comandante estaba todavía en lo alto del campanario, creíamos que iba con los fusileros-granaderos y ellos dejaban  Plenas abandonada al enemigo. Después, unos escapados a última hora de Plenas nos contaron que habían sorprendido al comandante y la plana mayor en el campanario y que lo habían fusilado. Dios  lo tenga en la gloria.
Sin comandante- y sin contacto con el resto de la brigada- vamos a replegarnos, guiados por el capitán Gordó, hacia Moyuela, donde esperábamos encontrar la comandancia de aquella. Llegamos al atardecer después de habernos salvado de ser bombardeados por la aviación gracias a una niebla espesa que nos había hecho invisibles mientras atravesábamos la pelada plana.
En Moyuela estaba en efecto el comandante Invernón con algunos oficiales de su plana mayor; nos esperaba a nosotros, último batallón que faltaba por replegarse. Al lado de la carretera presenció en silencio nuestro desfile, hecho con buen orden. Ya era noche oscura. Debió de ser el último en retirarse, algunos soldados, de los veteranos, saludándolo, lloraban. Se quedó solo, con la desazón de si todavía  quedaba algún rezagado; las patrullas de exploración del enemigo lo sorprendieron y fusilaron. Dios lo tenga en la gloria.

1 comentario:

  1. La carta reproducida aquí se publicará el 3 de octubre 2013 en el blog "Cartes a Màrius Torres".
    Agradecemos el interés compartido.

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